lunes, 18 de agosto de 2008

ORGULLO DE BARRIO

Pocos foráneos conocen la verdadera esencia de los callejones de un distrito huérfano. Nadie sabe de su madre; sin embargo, su padre vive en la cumbre de lo ostentoso y fino. Surquillo, hijo separado de Surco, tiene las venas de sus pistas horadadas por descuido y los perfiles de sus esquinas adornadas de exquisito criollismo.

Perú 1535, las numerosas parcelas de sembríos indígenas alimentaban con naturalidad a una sociedad apacible que vivía de su esfuerzo. Un berrinche español llegó a la Ciudad de los Reyes para oficializar su fundación y Francisco Pizarro repartía con capricho las tierras despojadas. Un monasterio heredó el cambio de dueño y “Las Chacras de Surquillo” fueron adoptadas por una señora, que es más de ellos que nuestra y se llama La Merced. Es probable que aquella brutal desazón se haya convertido en ese sentimiento salvaje que rodea su nombre casi cuatrocientos setenta años después.

Desdén y temor son las primeras sensaciones que recorren la mente de cualquier limeño mortal que escuche nombrarlo. No es para menos, tremendo título debió estar avalado por la nación y sellado por un ministro. Año tras año, las estadísticas han demostrado que sus calles no son precisamente las más inmaculadas y seguras de la capital. Que se puede esperar de un abandono paternal obligado y de un doble látigo de indeferencia proveniente de sus propios habitantes. Aun así, la torta tiene una inesperada sorpresa por dentro.

Cumbia con olor a menestrón emana por las ventanas de los puestos de comida. Uno que otro auto estacionado musicaliza la cuadra con Fruco y sus Tesos, la salsa con un margarito es un amén para los viejos sabihondos del barrio. Dicen que el plato de siete sabores es el mejor, aquí una versión de oficio y servicio se hace presente. Una casa común puede funcionar como tienda, restaurante criollo, pollería, gimnasio, Nintendo y cabina de Internet. ¿Sunat? ¿Que Sunat?. Y viven felices con cuatro metros de pared, pero con cincuenta conocidos a la redonda.

Perros sin raza, sin techo, sin dueño, sin hueso. Así vive la mejor de las mascotas del pasaje Dante, hurgar en los desperdicios resulta tremenda panacea de salvación para los tísicos canes. Una subcomuna habita en los colgadores eléctricos a todo lo largo, caminan con toda la tranquilidad que se les permite -ni los Mormones gozan de semejante privilegio-, son las palomas más extrañas del planeta. Verdes y violetas o un mix de ellas, tornasoladas como seda de vestido matrimonial.

Sentado, junto a su puerta, sobre una silla de quincha está Alberto Cueva o Don Beto, para ‘la gente’. Un veterano con 62 años de edad, pero de un rostro de 100, sin instrucción superior y sin hijos. Una caja de cigarrillos le hace conversación durante todo el día. Su rutina consiste en ver pasar la vida de los demás o ver como los demás hacen su vida frente a él y esperar a que Neri, su última esposa, prepare el almuerzo. Recuerda aquel Surquillo -en sepia- que hace más de cuarenta años era un distrito que nada tiene que ver con el actual. “Salía a comprar tranquilo en la noche, ahora estos pirañas de diablo no me dejan”. Claro está, que aquella indignante declaración fue mucho más efusiva y callejera que lo rosado de estas palabras.

En lo alto de las viviendas, verde esmeralda la mayoría, se ven los cuartos de caña improvisados para cubrir el problema de una familia en crecimiento. La buena costumbre de los yernos por quedarse a vivir en las casa de los suegros es casi una religión, una tradición, y romperla no está permitido –Don Beto se ríe con un dejo nasal y esa risa propia de alguien que desconoce a Frida Holler-. Ya no son cinco o seis los integrantes de ese culebrón, ahora serán ocho o nueve, dependiendo del tiempo que la nueva pareja tenga para conversar –o dormir-. Mientras más hacinados en un solo lugar, más rápido surgirán los descontentos. Motivo clave del porqué tanto joven interesado en buscar refugio en la escuela más barata del mundo: la calle. Y vaya, que calle.

La limpieza y el orden tienen un significado distinto, pulcros ni en la boca. Parece que el graffiti de las paredes sin cemento, es un sinónimo directo de esos niños que se recuerdan a sus madres por una pelota que no se dejó atajar en un partido de autopista. Los identifica un único patrón de comportamiento y lisura -sin censura-, la mecánica del más fuerte en pleno auge. Y así se acostumbran a vivir hasta llegar a ser como Don Beto o ser como él, pero con una silla de oro.

Una recicladora de pantalón desgastado, por su constante postura, se asoma de la nada para cumplir con su faena. La chompa de lana oscura que trae puesta no es suficiente para dejarla concentrarse en tal desmerecido oficio. Conocida como Rocío, todos los días viene desde el Agustino porque, según ella, la “buena basura” se obtiene aquí. El ingenio de estas personas ha creado un cuasi emporio de beneficio común, una solidaridad despreocupada ronda sus humildes corazones y le van dando las sobras. La actividad comercial va apagando su fuego.

La sombra va apoderándose del final de la tarde, las exiguas luces se encienden. De cuatro postes en una cuadra, uno ya quemó y el resto alumbra con desgano. (Claqueta, acción). Empezó el rodaje real, las calles se van limpiando de transeúntes apresurados, parece aquel olvidado Oeste donde los caballos se llaman mototaxis. Don Beto se va, Don Omar empieza a reinar. Puerto Rico, tierra de ídolos, tiene a sus mejores boricuas andando por las veredas del reggaetón junto a un mercado con silos de fruta.

“En una lluvia de alcohol que te empapa, una nube de humo que te arrebata”, camisetas estiradas y ese brillo que destella de unas pulseras de imitación. El barrio empieza a tomar forma de película, sin guionistas ni directores, solo la propia regla de unos amigos sin ley. “Siento un hechizo de sus ojos de gata, que te seducen y su cara te atrapa”, la afinidad invocada por una melodía pegajosa reúne a chicos y chicas en una tertulia prosaica sin sentido. No conversan sobre el día y la noche; sino quizá, sobre algún soberano ‘roche’. “Ojitos chiquitos color verde selva, tienen lo de ella pues huele a azucena”, queda en el aire un aura de algo que hace unas horas fue negocio. Ahora es una “Fiesta del Chivo” con reflejos de flow y mucho blim blim. “Se arropa en una hoja de miel con avena, la piel le sabe a mango en almíbar de canela”, la vida tiene un canto distinto en estos rincones. No es un club burgués, aunque exclusivo para quienes tengan un vago sentido de sencillez. Los distanciados, mas no abandonados de Dios.

Surquillo no es una piñata usada en una mojiganga (fiesta de máscaras), cuyo confeti de ‘quetes’ alfombra los pasos de una tira de gente sin trabajo. Según los vecinos, nada se compara a la calidez de un barrio que te vio crecer y a la camaradería de unos amigos que comparten la misma cuchara para comer un segundo plato de arroz.

Innegable es que una buena parte de exquisitos aún marginan al tipo que vende periódicos en un semáforo o a la señora que ofrece menús en un kiosco de madera. Quizá algunos provengan de este distrito o de otros semejantes, pero son ellos quienes hacen que esta capital tenga ese complemento que toda ciudad necesita, la sazón del equilibrio natural de la leyes sociales -hasta Pizarro lo sabe-. De otro modo, el criollismo entendido del Perú sería una plato gourmet de restbar y no una frase brillante de ese indio resentido: buena pinta, pero bien mishio pe’.