martes, 15 de julio de 2008

MAÑAS DE NIDO

Los tiempos cambian, la gente también, sus hijos hacen lo mismo. Los niños de ahora no aguantan mandatos, mucho menos uno con apellido de general. Dócil como una flor; sin embargo, tan castrante como un militar. Sebastián Orbegoso Flores, el sobrino que no pedí, pero que ahora protejo.

Cuando vino a este mundo le decían “Patito”, tres años después involucionó; ahora es “Huevito”. Parece un apelativo escogido a dedo para un niño que, cómo todos, tiene la cabeza desentonada del cuerpo. La primera vez que lo ví tenía aún cerca de 2 meses y ya no parecía un Sharpai. Nació en Lima, mientras yo estaba de viaje en otra ciudad. Hijo de la menor de mis hermanas, pero mayor que yo. Tras 14 horas en trabajo de parto y varias inyecciones, todo terminó en una cesárea.

Lacio, de un marrón que quiere ser cenizo. Color leche. Frágil, pero fuerte. Muere y vive por unas pantuflas de Elmo que no le entran ni a balas y que, sin embargo, usa. Tuvo cinco niñeras, incluso dos al mismo tiempo. Duerme saboreando su pulgar izquierdo a la vez que se tapa una oreja con la otra mano. Pasea a sus mascotas favoritas por todo el departamento, una familia de diez caracoles que no dejan de crecer y que siguen viviendo en un táper. Come cancha como cancha. Ayuda en la decoración pintando con témperas las paredes de la sala. Su abuelo paterno asegura que es índigo. Escoge con quién hacer berrinche. Propone tratos como cambiar una crayola por una bolsa de papitas Lay`s. Mal geniado. De grande quiere ser león.

Arroja de todo por la ventana. Un descuido mío hizo que descubriera el placer de botar cosas desde el quinto piso cuando me vió haciéndolo con una pepitas de uva. Desde ese entonces, su historial de objetos practicando jumping sin seguridad ha crecido: dos celulares de su madre, un control remoto, cuatro manzanas y una piña al patio de la vecina del primer piso, varios de sus juguetes. Pero ninguno voló tanto como el mouse inalámbrico de la computadora de su padre.

Asiste puntualmente a clases de la mano de Jose Luis, mi cuñado y papá del mocoso; de Glenda, su mamá; o de su niñera. Peinadito, raya al costado, bien engelado. Buzo térmico del kinder y polo blanco. Irradia una pequeña aura a Heno de Pravia. Mochila con las tareas hechas y lonchera nutritiva. A su regreso, el cual he sido partícipe yendo a recogerlo, lo único que parece no haber entrado a esa aldea infantil es su cabeza de huevo intacta. Todo lo demás es una mini pista de automovilismo. Por esa razón, tiene dos pares de uniformes. Y nada de detergente.

HÉRCULESHUALPA Y LA PAPA

Ni Gastón Acurio, ni Sandra Plevisani recomiendan los tallarines con gomitas. Generalmente las madres de este país piensan que mientras más llenen la barriga de sus hijos, ellos sobrevivirán mejor a los inviernos. Atiborrarlos con bocanadas de concentrados o papillas es ir en contra de su dignidad. Hace tiempo se me ocurrió probar una. Tenía una ligera curiosidad por conocer el sabor de semejante engrudo, muy aparte de que en ese momento la despensa estaba vacía. Sólo puedo decir que ese día alguien se levantó con el pie izquierdo y al revés. Yuca, camote, carne, fideos, quinua, mote, choclo, papa, hígado, plátano, pan, espinaca, yacón, zanahoria, pollo, remolacha, habas, zapallo, panamito, alverjas, fierros, catres, botellas. Todo junto y licuado, no es la voz.

Si eres el o la mayor de los hermanos, quizá le des gramo de tu aceptación a la siguiente sentencia: cada primer hijo atraviesa por esa etapa de calentamiento culinario de madres inexpertas. Excepto que tenga una ‘momó’ – como llama a su abuela materna-, una empleada del hogar, un apellido como Eckfeldt-Martinot o que se llame Sebastián. Previa lavada de manos y cara, trepa hasta la cúspide de su silla azul con dibujitos de motociclistas y de tablero removible. Se sienta, espera mientras monologa. Reini, la morocha de 17 años que está a su cuidado, cruza la puerta de la cocina con una especie de bandeja hueca con tres particiones. Una para cada sabor, para cada tipo de sólido. Sobresale una tapa enroscable que cubre el acceso a su interior que es rellenada con agua tibia. “Así no se enfrían los alimentos y se mantienen calientitos”, me instruye al ver que levanto una ceja.

Croquetas Nuggets, yuquitas fritas, pasta verde con queso rallado y dulces Ambrosoli de postre. Niño más suertudo, imposible –pone cara de sorprendido-. “¿Y que es esto? ¿Y este? ¿Y, y, y eso?”, la interroga. Aunque ya lo sabe de memoria, pero empieza a conocer de mañas. De pronto se resiste a seguir comiendo. Entra a escena la experiencia y maestría que la joven chica ha ido adquiriendo durante estos dos últimos mes.

- “Si tú comes Sebastián, vas a ser grande como Hércules. Serás más fuerte que un Inca” – pretende convencerlo.
- “¿Un Inca?” – le pregunta. “¿Qué es eso?” – queriendo salir de la duda.
- “Hércules es un Inca, porque es fuerte y valiente como tú” – se lo dice con voz enérgica con plena vehemencia, casi como si ella lo creyera también. Sin dar mayor detalle.
- “Come toda tu papa (por decir comida) para que tengas ‘punche’ como él” – usa en último recurso.

¡Una genio! Funciona ¿Cómo lo hizo? Empieza a devorar. Sin embargo, la magia dura poco. No pasa mucho tiempo y ya quiere bajar sin haber terminado. Me mira pidiendo permiso para ir a traer a algunos amigos. Accedo. Invita a su banquete de frituras y carbohidratos aplastados a tres personajes importantes en su vida de arco iris. Pepe, el caballo: un corcel marrón, imponente, de músculos marcados y definidos; pero de 18 centímetros de alto. Petunia, la cebra: extraída de una película sobre animales en cautiverio que escapan de un zoológico de Nueva York, ahora convertida en pieza de merchandising. Siempre interpreta papeles de villana, “Huevito” tiene claro el vestir de un reo. Casi descolgada trae a Dixy, la dino -…saurio-: una reptil escamosa de color lila, tan brillante como un neón. De sonrisa interminable y dura. De cara extasiada, casi como si disfrutara vivir en el mundo de los plásticos tóxicos.

Toda esta parafernalia para lograr que se meta un poco más de ocho cucharadas a la boca es acompañada, en paralelo, por 21 pulgadas de programación infantil. Demasiadas veces he estado presente a la hora de almuerzo como para no haber notado el conglomerado de series que se transmiten en señal cerrada. Sí, ese canal de cable que es la niñera perfecta por horas. Que no limpia, que no se estresa y, sobre todo, que no cobra. Únicamente pide atención y vaya que se la dan. Salvación inmediata de muchos padres y, claro, de muchas niñeras de carne y hueso también.

Recuerdo, a su edad, que los mal satanizados suspiritos azules y Snarfer alegraban mi tarde. Ya luego veía a una pantera rosa al amanecer. Y en la noche, un ratón muelón me hacía dormir –“Topo Gigio, te extraño”-. Claro, durante todo ese tiempo, la gran Warner Bross no dejó de regalarme a un conejo, un pato, un demonio, un coyote, un ave veloz, un gallo, un perro, un gavilán y un pelado rollizo con escopeta. Allí comenzó mi adicción por la animación. Tema aparte claro está.

Nada tiene que ver con lo que la caja boba les ofrece hoy. ¿Cómo un cerdo puede tener por padre a un toro? La manipulación genética avanza, pero de a pocos. ¿Cómo un perro puede ser rojo y del tamaño de un palto? Lo siento por ti árbol, morirás en la primera visita del can. ¿Cómo un niño puede ser trabajador de construcción? En donde está la protección del menor. Y por último ¿Cómo alguien puede llamarse “Geep Geep Gupsi”? ¿A los tres años, es posible pronunciar eso? No puedo dejar de mencionar a la gente de Lazytown, a los chicos de Piggly Wings, a Charlie y sus amigos, y a Doky como la mascota oficial del canal. Todos ellos son un tercio de los programas en los que Sebastián queda envuelto, no hay nada más alrededor. Mi sobrino parece disecado.

Se necesita algo de cincuenta minutos para lograr endosarle, por lo menos, la mitad de su ración. Hoy se tuvo suerte, se hizo en cuarenta y cinco. Me dispongo a salir un momento y escucho un: “Quiedo más adozzzz…”. Provecho Reini, ya regreso.

JUGUETEOS DE CACHORRO

Cepillados los dientes, entra a su hangar desesperado, planeando con los brazos abiertos como si el mundo que conoce se desvaneciera mientras vuela. Cuatro paredes que no tienen mucho de sobrio y menos de sosegado con un sutil olor a leche. Más tiene de ensalada de frutas que de habitación. Verde fosforescente, rojo, y un poco de melón como ingredientes. Tres estantes construidos con caoba blanca yacen repletos por muñecos de algodón y pelusa. Desde un pato que canta villancicos irritables en ‘patense’, hasta un unicornio bastante rechoncho que, según me cuenta su padre, también despegó por la ventana en un acto de copia fantástica –“En la tevelisión sí güelan”-.

Se prepara para el duelo. Hoy entran a la arena de combate un Jedi versus un felino. Obi Wan Kenobi nunca tuvo un enemigo más peligroso que El Rey León. Pero antes necesita un traje de réferi cósmico, él es el único oficial. Abre el cajón de su diminuto ropero. Una “S” en el centro de un polígono con forma de diamante se asoma de a pocos, mientras jalonea la perilla de madera. Allí está, brillante y azul, junto a un telar rojo algo transparente. En menos tiempo que a la espada de luz le toma encenderse, salta sobre el rostro sonriente de la Rana René estampado en su cubrecama. “¡A jugar, a jugar!”, me dice en una invitación a su aventura.

Convertido en el superhéroe más famoso de la historia –después de Barnie, claro está-, ahora es el enviado de Criptón: ‘Zuperman’, se hace llamar. Presto a ser el titiritero de ambos contrincantes, además de fiscalizar el encuentro. Estira los brazos hacia adelante, flexiona las rodillas, sonríe y salta en medio de un grito en Do mayor. Toma uno, toma dos, cinco copias del rey de la selva y ninguno puede amilanar al coraje del guerrero intergaláctico. “¡Pum!¡Pff!¡Pam!¡Guark!”, va recitando con cada movimiento que dá al estrellarlos uno contra otro. Luego de eso, sólo una sesión maratónica podría cansarlo. La experiencia me lo confirma.

Perdió el gatito, ya estaba cantado. Cambia intempestivamente de rol, ahora quiere ser arquitecto por un momento. Junto a su cama hay una parva de cuentos y fábulas, además de un recibo de luz que se peló de la cocina. Sin piedad, va arrojando cada uno, con ambas manos, por detrás de su nuca. Trata de encontrar algo con rapidez. Finalmente queda descubierto un plano rectangular de color amarillo chillón. “¿Vés? Aquístá”. Es la tapa de su cofre de tesoros, sus juguetes. La mayoría de ellos con alguna parte perdida o, por el contrario, alguna parte perdida de algo que alguna vez fue juguete. Repite el mismo procedimiento de búsqueda. Todo para atrás, caiga en donde caiga y a quien le caiga.

Se le iluminan los ojos, enmudece unos segundos con la boca abierta. Extrae de ese desmonte de plástico una bolsa transparente conteniendo miles de piecitas multicolores. Ladrillitos para armar todo lo que la creatividad a esa edad les permite usando legos. Se dispone a armar una ‘jibafa’. Cual pilar, uno tras otro los va superponiendo. Engrana cada hoyo, pieza por pieza. No importa la secuencia de tonalidades, lo relevante es hacerlo lo más alto posible. Hora de poner la cabeza. Va tomando forma para él –se ve en su expresión-. Una pata, la otra. Noto que algo sucede, no entra, no es la ficha correcta. Se desespera, un pequeño berrinche se asoma. Se vuelve un volcán, respira un poco más fuerte y ya empieza a balbucear palabras que sólo él conoce y entiende. Estalla. Destruye todo su esfuerzo con dos golpes cruzados al estilo Jet Lee.

Chilla, grita, arroja todo, patea lo que falta. Parece un anciano dando vueltas en círculos con los brazos pegados a su minúsculo torso. Se sienta, se pone pie, y por fin llega mamá. Me pregunta que sucede, sin embargo prefiero no alterar el orden, no quiero existir. Soy un espectador, dejo que se desarrolle solo. Hasta el momento no había soltado ninguna gotita salada. “¿Que pasa Tiani?”, le pregunta con voz dulce. De repente su única respuesta es sumirse en un llanto manipulador seguido de una explicación sollozante. El amor o engreimiento maternal no lo calman. Pasaron más de diez minutos y el niño es una fuente de lagrimas con circuito cerrado reciclable –cómo no se deshidrata-. Parece que cada gota está metódicamente pensada. Luego de negociar un bolsa de Chin-Chin y un poco de gaseosa, ambas resultan mucho mejor que un ‘ñeju-ñeju’ de su madre - “A ver invítame”-.

FUTURO FIERO

Muchos dicen que llegó para destronar a su tío ‘Goy’, pero la verdad es que llegó para crear su propio imperio. Aún tiene tres años y medio, sin embargo veo en él la terquedad y autosuficiencia que conozco –por experiencia-. Reniega más que cualquier niño que me haya cruzado. Decide. Compara. A pesar de que, actualmente, atraviesa la etapa del “Yo”, comparte algunas cosas –la mayoría de ellas por disgusto-. Siempre desacuerda con todo. Glenda alega que lo hace para sentirse poderoso. Me inclino por la teoría de llevar la contraria por llevarla. A pesar de todo, es un niño.

Nada saca de mi cabeza que no importa cuál profesión escoja de grande, sobresaldrá. Quizá sea vagoneta, quizá empiece a conocer de vicios, quizá le guste la música, quizá tenga interés por la Biología, quizá le guste recoger basura, quizá conozca mucha gente, quizá le rompan el corazón. Puede suceder todo eso y más, pero será líder de su propia vida. Mutará. Será el mejor león del mundo.

lunes, 14 de julio de 2008

NI UN SEGUNDO MÁS

La mínima expresión del tiempo fue la máxima de muchos. Irremediable es dejarnos a oscuras cuando alguien apaga su luz.

Cinco de la mañana, Segundo se levanta religiosamente como toda madrugada por un problema incontinente. Sale del baño y resbala, cae bruscamente. A sus 91 años no tiene la fuerza necesaria para andar solo y mucho menos para detener una caída. Grita, llama a alguien con apuro. “¡Blanca, ayúdame!”. De la habitación contigua viene ella con sus 90 años, esposa y amor, caminando lento, usando como apoyo la pared. Enciende la luz, lo ve en el suelo intentando ponerse de pie por sus propios medios sin conseguirlo. Tomándolo del brazo jala con fuerza, no lo logra. Respira y vuelve a intentarlo, nada. Decide arrastrarlo, no fue por mucho.

Segundo sigue con la espalda sobre el frío piso de cemento, el tiempo pasa, y ambos, con la poca energía que sus cuerpos les da, al mismo tiempo se van quedando sin ella. Blanca sale a la calle con un grito sordo clamando por ayuda, no mucha gente puede oír su quebradiza voz. Sin embargo, para alivio, pasa trotando un vecino al que se le ocurrió hacer deporte esa mañana. La percibe asustada, entra a la casa sin pensarlo para luego sumergirse en semejante escena. En medio pestañeo ya tiene a Segundo en brazos y lo recuesta sobre su cama, pregunta si puede ayudar en algo más y se marcha. “Gracias, muchas gracias”, parece decirle Blanca con los ojos, sin poder demostrar su gratitud total.

Ahora solos, “El Viejo” y “Blanqui”, como se llaman mutuamente, deciden continuar con el descanso.

-Aquí te dejo para la leche y el pan del desayuno. Deja mi bastón cerca y anda, solo quiero dormir-, le dice Segundo con voz de mando, como siempre lo hizo.

Seis y quince de la mañana, llega impaciente una de sus hijas acompañada de su incondicional esposo. Fueron telefoneados por la casera que vive en el segundo piso y que arrienda un área de la primera planta de la casa a sus padres, quien preocupada por los extraños ruidos y madrugadora bulla, decide avisarles. Encuentran a cada uno en su cama, despiertan a Blanca para preguntarle lo sucedido y ella, soñolienta, responde: “Está allá, dormido”. El yerno entra en la habitación, se le acerca y es correcto, está dormido, pero no respira.

La conmoción se apodera de todos, no es posible, Segundo está sano dentro de todos sus achaques propios de la edad. Al poco rato llega su médico para revisarlo, aun cuando sus corazones no quieren que corrobore lo obvio. Blanca aduce que está dormido profundamente, que están equivocados. Se aferra con feroz vehemencia a esa idea, negándose a creer que su compañero de toda la vida ya no despertará. Finalmente, solo queda el diagnóstico del doctor: embolia cerebral producto de la caída. De la forma más serena, despreocupada y tranquila, libre de sufrimiento y de toda predicción, Segundo fallece, mientras soñaba.

SIEMPRE ENAMORADOS

Se mudaron hace poco a dos cuadras de la casa de mis viejos en Trujillo. Una ‘achorada’ zona popular, por suerte más civilizada que lumpenesca, ubicada a vente minutos del centro de la ciudad o a veinte metros del cerro más poblado. En la mitad de un pasaje, diseñado con un patrón de construcción homogéneo para viviendas, está el último nido de estos dos tórtolos de antaño, mis abuelos (padres de mi papá).

Sí, hablo de Segundo Flores o “Don Flores” o “El abuelito”, como le decíamos sus nietos, y de Blanca Bockos, alias “La aguallita”, por abuelita. Recuerdo a mi abuelo como un moreno ya enjuto y delgado, hablaba fuerte y escuchaba débil, nos obligaba a rompernos la garganta para poder mantener una conversación con él. Siempre pulcro para toda ocasión, incluso para contestar el teléfono. Podía salir sin su bastón, pero jamás sin su boina. Iba enchompado hasta en los días más criminales del sol, con la mirada firme y testaruda, como sólo él podía tenerla.

Todo lo contrario es Blanca, como su nombre lo dice, blanca. Dos bellos zafiros tiene por ojos, pequeña y frágil, pero sólida en su interior. Se viste de morado durante todo Octubre y lanza bendiciones como gotas de lluvia. Asombrósamente risueña, se lleva de encuentro a la mejor anfitriona del medio, así es ella. Aunque por ahora queda con una larga expresión de melancolía.

Rentaban la mitad de un primer piso, más o menos era casi como tener un zapato con una división transversal desde los dedos hasta el talón, introducir el pie en cualquier mitad y usarlo así. No entraba mucha luz natural, por lo que era una ley encender el fluorescente circular de ese ambiente durante el día. Bastante pequeño, fácilmente se puede utilizar el concepto de sala-comedor-cocina en un único espacio en donde entraría raspando una camioneta familiar.

Sin embargo, con ingenio, fue posible que acomodaran -una a una- las docenas de fotografías obsequiadas de sus cuatro hijos, varios nietos y bisnietos. También un televisor ‘penúltimo’ modelo, un ventilador que funcionaba cuando quería, una mesa y algunas sillas de fierro, un estante de madera un tanto torcido para platos y latas. Y si la camioneta existiera de seguro también habría cabido. Allí pasaban la tarde leyendo el diario, mirando el aburridísimo canal del Estado, conversando o simplemente mirándose sus -hasta ahora- enamorados rostros. Escribo en pasado, por que no se repetirá, al menos no en esta realidad.

FLORES PARA DON FLORES

Ando retrasado, a destiempo como siempre, son más de la una de la tarde y no estoy en el salón velatorio. Por fin, me liberé del tráfico consiguiendo llegar. Apurado entro y veo el féretro justo frente a mí. Me detengo un momento, inhalo profundamente un poco de fuerza y paso a sentarme. Saludo a quien me mire, mientras busco a alguien conocido. De pronto noto que estoy solo. “Que raro ¿En donde estarán?”. Ya casi para quebrarme, me doy cuenta de que estoy a punto de llorarle a una tal Julia Rosales. ¡Idiota cósmico! Llegué tan rápido que entre a un velorio distinto. Sin roche me quito sonriendo.

Cauteloso me aproximo a otra puerta, esta si es la correcta. La nueva habitación momentánea de Segundo es amplia y rectangular. Aproximadamente veinte metros de largo por cinco de ancho, con losetas blancas y una tonalidad amarilla en las paredes que da la sensación de ligero consuelo. Tiene 51 sillas, todas con el respaldar contra la pared, de las que sólo seis están ocupadas. Al fondo se encuentra él, irónicamente rodeado de flores que vienen de otros Flores, con la tapa abierta de su sencilla cama de madera. Lista para quien tenga el coraje y valor de mirarlo soñando, ese que yo no tengo en este momento. Y que tampoco tendré.

Me siento junto a la hermana y la cuñada de mi papá, casi instantáneamente entran y se acercan hacia nosotros dos señores canosos que me presentaron como los amigos del abuelito. Se ven estables, cuando uno de ellos decide pasar a verlo. Instantáneamente se desmorona por la ahogante pena, sollozante va hacia una silla. Ahora era un tipo distinto que no tenía nada que ver con el que llegó.

-¡Los valientes se van primero!, dice eufórico. Supongo que lo hace como método para mirar el vaso medio lleno y no medio vacío.

Una hora y media después el traicionero estómago me ametralla, necesito comestibles. Un tío me mira con cara de “no eres el único, también tengo hambre”, y nos vamos. Más relajado en el almuerzo, que las hermanas de mi mamá nos ofrecen -como siempre-, escucho desde agradecimientos por estar aquí hasta historias de un tipo que, hace años, hacía canchita con un cañón de guerra.

Ya son las siete de la noche y regreso con mi abuelo. Hay menos espacio libre, pero aún sigue siendo mucho salón para tan poca gente. Veo a “La aguallita” sentada entre varias señoras que parecen sacadas industrialmente en serie. Creo que llega una edad en que todas se ven iguales: mismo corte, mismo tinte, mismo perfume apestoso. Me acerco a saludarla como siempre lo hago, tomándola del rostro y dándole un beso en la frente. ¡Cataplum! No me reconoce, cada vez ve menos. Esos ojos de bruja, como ella los llama, la están traicionando. Tomo asiento junto a ella.

Empiezo a conocer a mucha gente, familia cercana según dicen, son las otras ramas del árbol. Me presentan a la tía del primo que alguna vez fue el cuñado de la hija que era tío abuelo del vecino desconocido de mi tía Ruth y que me vio ‘así de chiquito’ -poniendo la palma de su mano hacia abajo, casi a la altura de su cadera-. La señora medía medio metro, no soy tan alto, pero no creo que haya sido yo la verdad. Mientras tanto le hago bromas a Blanca, para que pierda por unos segundos, al menos, esa tristeza que no la caracteriza.

Se decide empezar un rosario, siempre me pareció un acto maratónico de fe. ¡Qué carajos!, es mi abuelo, lo haré. Vamos ubicándonos haciendo un medio círculo alrededor de él, cada uno toma su posición, la hermana de mi mamá actúa como mediadora y da la partida. Una hora después, hemos acabado, y siento una extraña paz, dio resultado. En este momento van repartiendo el esperado café pasado y el pan con queso, algunos ríen. Es gracioso, fue imposible no notarlo. Durante la oración muchos quedaron al descubierto y quedó comprobado que sabían la letra del tema del verano, pero no del Ave María. Una de las rocazas: “…bendita seas tú entre todas las pecadoras y bendito es el fruto de tu vientre corazón. Amén”. 'Ya cuñao'. Hasta mi abuelo se hubiera reído. Menos mal que se dio cuenta por si mismo y cambió del lugar, luego supe que no era católico.

Ya es casi media noche y están por cerrar el lugar, a menos que queramos permanecer adentro hasta el otro día, tenemos que salir. Cada quien hace lo suyo: barremos el piso, recogemos las bandejas, ordenamos las sillas, botamos la basura y finalmente apagamos las luces.

DILUVIO DE LÁGRIMAS

Hoy entierro al papá de mi papá, soberano desconsuelo. Todos en la misa somos unos incrédulos consternados, todavía no lo asimilamos. O al menos yo no. Tampoco hay mucha gente, pero sí los mismos de ayer y un tanto más. Desde aquí puedo ver –nuevamente- la cápsula de mi abuelo. Digna, con ese color marrón brillante, merecedora de alguien como él. Tiene la puerta abierta y está situada frente a una imagen colorida de Jesús para darle mayor paz, eso espero.

El sacerdote habla de la muerte como un estado de gloria que deberíamos envidiar, trata de acolchonar los corazones destruidos de todo aquel que sufre por el inesperado evento. Canciones de letras inmaculadas acompañan las palabras. Es el momento de la paz, muchos se abrazan, otros se toman del antebrazo en tono cordial.

Me dirijo a darle un abrazo a mi abuela, sentada en una silla de ruedas rezando sin cansancio se encierra en su mundo, la puedo ver mientras me acerco. Ni sus lentes oscuros pueden ocultar esas lágrimas de resignación.

-Quiero despedirme de mi amor, dice. -Por última vez-, agrega. Le avisan que necesita esperar a que la misa culmine y a que el cura dé la bendición.

Termina la ceremonia, la canción de cierre martilla a muchos, los destroza. Nos dan unos segundos para dar el último adiós. Que vayan los demás, yo no pienso acercarme. Un tío me pide ayuda para levantar a Blanca de la silla, me aproximo y accidentalmente miro de soslayo las venosas manos entrelazadas de Segundo. Un ‘escalogélido’ me desvía la mirada y quedo paralizado. “¡No quería verlo, diablos. No quería!”. No pienso, no reacciono; empiezo a parpadear lento y de a pocos. Nadie lo nota, paso piola, voy a un costado y espero.

Por fin la cierran, en hombros mi abuelo se retira de la iglesia. Gente bicolor, de blanco y negro, va saliendo detrás de los cuatros muchachos contratados para cargar semejante tronco. Afuera nos esperan seis vehículos negros, los ví cuando llegué. El primero lleva las lágrimas, el segundo es la carroza que transporta al ‘suertudo’ -según el cura-, detrás van tres autos con familiares cercanos y al último, una custer con los demás asistentes que quisieran acompañarnos. Nuestro destino es el Campo Santo que está camino a la playa, mucho verde por doquier. El mejor, creímos.

En caravana llegamos juntos, el ambiente tiene una vibra vaticana. Cada cincuenta metros hay otro grupo de pingüinos de distintos lugares, diferentes clases sociales, diversas costumbres, pero todos sintiendo lo mismo. “¡Urra!” Tengo un sitio preferencial, toldeado y alfombrado. Es la primera vez en la vida que realmente me gustaría ceder el asiento a cualquier señora. Comienza la última ceremonia de protocolo, volteo y cuento que sólo somos veintitrés.

No cantando, ni tampoco hablando, el cura que nos asignaron tiene un estilo franciscano de pronunciar las oraciones. Las dos hijas de Blanca, flanqueándola, lo escuchan, la toman de la mano antes de que se desvanezca del todo con los minutos. Una desconocida indica en que momento debemos lanzar las rosas blancas que nos dieron, así como los tiempos de levantarnos y sentarnos. Me aburro de eso y quedo de pie.

Nadie quiere que llegue el momento de bajar a Segundo, se nota en sus rostros. Usualmente es allí cuando terminan de desplumarse, incluyéndome. Un ayudante enciende el pequeño motor, la máquina calienta y todos se miran, como pidiendo por un instante más. Empieza a descender lo que es la última pertenencia de mi abuelo, esa cajita que contiene a un integrante de ese grupo de grandes maestros que todos tenemos. Sostenida por cuatro fajas verdes, dos en cada lado largo, va descendiendo los cuatros metros hasta la urna de cemento que lo guardará por siempre.

Un diluvio salado inunda la escena, el nicho acordonado tiene la atención completa, es su momento estelar. Mientras tanto, escucho a Blanca con voz líquida preguntarle a una de sus hijas:

-¿Está dormidito, verdad?- buscando una respuesta de consuelo ella, ahora, tiene que aprender algo más a su edad, debe aprender a vivir feliz una vez más. En este punto tengo que bloquear mis emociones, es mi responsabilidad escribir. Pensar frío, eso es, apuntar los detalles de todo lo que sucede a mí alrededor. No es fácil hacer de juez y acusado al mismo tiempo, a eso le sumo los molestos mosquitos que tampoco me dejan caer por distracción. Una suspiro seguido de una lágrima que no dejo salir son todo lo que doy.

Una vez abajo, espero a que la tierra termine el trabajo, pero no hay ni un saco de esta. Minutos antes ya había visto que los nichos son una especie de camarotes fúnebres. Es decir, entran tres en un solo hueco, uno sobre otro y cuando se complete recién es rellenado. Puedo entenderlo gracias a la explicación del cuñado de mi mamá. Mi abuelo es el primero, por lo que sólo ponen una reja verde, la lápida y dos lágrimas sobre esta. Queda descubierto hasta que llegue el siguiente compañero de habitación.

Ya todo terminó, lo imaginé más doloroso, pero no fue así. Desfilan por Blanca los pocos asistentes, dando el ‘más sentido pésame’. Acordamos terminar el día juntos, los Flores que estamos presentes y otros más. Subo a “La aguallita” a su auto destinado, la miro y le doy un beso en la frente, no sé de cuánto sirva decirle que todos nos encargaremos de su futuro, aunque eso no tiene ya importancia para ella en este momento.

-Me quedé sola, sin mi viejito- dice, extrañamente serena. Es una de las pocas veces en que no sé que responder y no encuentro mejor forma que contestarle con un abrazo. Doy un último vistazo a la nueva casa del abuelo, subo al sedán y me marcho. Por la ventana, el verde se cubre de un anaranjadizo celaje, mientras me pongo el cinturón de seguridad sonriendo. “Ahora estás junto a tu hijo, cuídate y cuídanos también. Ya nos volveremos a ver en algún sueño. Hasta luego, Don Flores.”

UN ÚLTIMO PASEO

Tengo todo listo para viajar, ya hice lo mío aquí. Son las diez treinta de la noche, mi autobús sale en una hora, creo que puedo hacer una efímera visita. Decido fungir un paseo por los alrededores de la casa de mis viejos, quienes no pintan en este relato por no poder regresar a tiempo del extranjero. Paso por esa calle vagamente iluminada, entro, avanzo y llego a la puerta. Observo la placa azul con filos grises de la dirección: José Pinelo 315. Por un segundo se me ocurre tocar. “No seas tonto, que haces, nadie te abrirá”.

Inoportuno el maldito recuerdo del abuelo contándome por las tardes historias sobre sus gallos de pelea en Laredo, sus paseos de niño por los valles de Casa Grande, sus roces con el mundo de la pesca en Chimbote. Siempre tenía un lugar y tiempo distinto para cada relato, era un banco con más de 90 años de anécdotas. Ni Los Simpsons tienen tantos episodios. Jamás me aburría. Podía sentarme, no horas, pero sí mucho rato y sólo escucharlo, era una mezcla de diversión e interés. No encuentro la palabra, ya la busqué.

Ahora todo pasó, ya todo terminó. “Feliz debes estar, de hecho que sí”, y miro su única ventana. Adentro debe estar aquel pedazo literario que una de mis hermanas encontró junto a su cama. Nunca creí mucho en las casualidades de la vida, sino en los destinos forjados; sin embargo, esto me atonta. Sobre su mesa de noche, había un libro de J.J. Benítez abierto, leía Caballo de Troya. No recuerda la página exacta, quitó el par lentes de encima, descubriendo las líneas de un nuevo comienzo: “…Y allí estaba él, tranquilo, deseando descansar. Dejando todas las cosas listas, caballos en cabañas y esclavos en barracas. Se quedó mirando su pequeño imperio y durmió…”. Adiós.

viernes, 11 de julio de 2008

PRESOS DE UN “ASHÚ”

Una conclusión que quiere volverse sentencia en busca del porqué de ese perenne resfriado nacional. La catarsis nocturna más productiva de mi vida resolvió que el Perú es un país con Alzheimer que no fracasa, pero que tampoco se raja.

Leche, panacea de muchos; una cara amarga para mí. No hay nada más en la refrigeradora y de la despensa, ni hablar. La noche se ensaña conmigo, tiene como cómplices al sueño y el hambre. Ventanas herméticamente cerradas, televisor estúpidamente encendido, luces roñosamente apagadas. Mi actual cueva, un apartamento de la capital que funge de frontera entre dos distritos que nada tienen que ver uno del otro.

Soporto un hilo de viento frío que entra y revolotea en mi habitación. No sé como llegó hasta al quinto piso, parece una mariposa feliz en primavera. Viene, planea, congela mi cama y se vá. Maldita. Como si tuvieras otros a quienes joder el resto de esta noche. Agradece que estamos en el 2007 y estoy buena gente. Creo.

Se aproxima, llega un recuerdo tardío. Miro el reloj -doce con treinta-, debo escribir un ensayo para exponerlo en la mañana. No incluyo mis religiosas horas de sueño, hago un cálculo rápido. Tengo menos de ciento veinte minutos para terminarlo. No way. Imposible, cómo dije al comienzo, no es mi bloque más lúcido del día -o de la noche, si se quiere-.

Todos mis intentos se interrumpen por un abanico de pensamientos que nada tienen que ver con el tema y que bombardean mi cabeza -sin piedad- justo en el instante que menos los necesito. De seguro también te sucede antes de comenzar algo importante. Los seres humanos tendemos a perdernos en cualquier recuerdo, mas no en lo que se supone que debemos cranear. Me carajeo. Decido arrancar.

Aparecen de la nada un par de grilletes, enmarrocándome. No son de acero, sino de pereza. Es mejor dejar a este Pilot escribir algo brutalmente genial en esta noche -o morir en el intento-. A propósito del lapicero, no recuerdo cómo lo conseguí. Quizá al igual que la mayoría de los útiles de escritorio que todos tenemos. Mira los tuyos por ejemplo: un cuarto de ellos te los regalaron en calidad de merchandising, el otro cuarto nunca los devolviste y la mitad restante, pues, digamos que fueron hechos para tí.

A todo esto y antes de continuar, llegó la tanda de preguntas por el millón de soles -redoble de tambores-. ¿Te fijaste en lo que acaba de suceder? ¿Notaste que vas leyendo por dos minutos a un perfecto desconocido por curiosidad? Y la más importante: ¿Te diste cuenta de que ni el sueño ni el hambre impidieron que pisara el acelerador?

Tu respuesta es sí, lo sé, obtuviste el millón. No me cabe la menor duda de que lo ganaste, eres un peruano naturalmente inteligente. Eres tan inteligente, creativo y capaz -tanto o más- como cualquier chinito del otro lado del mundo. De los que inventan miniaturas superhiper tecnológicas, conservando la licencia para ufanarse de sus logros.

Encontré la llave de mis grilletes disfrazada de necesidad por presentar una última exposición del ciclo. Fácil sería improvisar, después de todo, tengo el curso aprobado y un catorce o quince no me aniquilarán –eso espero-. Un segundo, dos preguntas más acaban de aterrizar en mi impaciente cerebro: ¿Y sino resulta lo suficientemente bueno, es decir, y si me voy de cara? O peor aún ¿Para que escribir, si esa calificación a media caña no me hará repetir el curso? Lo más curioso es que con cualquiera de estos cuestionamientos no llego a ninguna solución.

Aplaudo a Camilo Cruz, autor de “La Vaca”, cuando asegura que el verdadero enemigo del éxito no es el fracaso, sino la mediocridad y el conformismo. ¡Camilo, eres más grande que el Maestro Joda! -que ironía. Estos grilletes simbolizan todo aquello que nos mantiene atados a un país de mediocridad y a la mentalidad de ese perucho conformista. Representa todo lo que nos invita al conformismo y, por lo tanto, nos impide utilizar nuestro potencial al máximo. Aquí, allá, en cualquier parte del globo, existe una gran mayoría que carga –cual ipod- con sus personalísimos tipos de grilletes. Veamos que aprendí del maestro Cruz:


Por un lado, los disfrazados de excusas: pretendemos explicar porqué no hemos hecho lo que debemos hacer. Por otro, los forjados de miedo y pensamientos irracionales: nos mantienen paralizados en un solo lugar y no nos permiten actuar. Por el medio, los rellenos de falsas creencias: desmerecen nuestras propias habilidades, así como me sucedió al inicio. Por último, los que pasean en la cañaza de la gran justificación: hemos hecho uso de ellos mucho tiempo para justificar por qué este país está donde está. Ideas con las cuales tratamos de convencernos a nosotros mismos, y a los demás, que la situación no está tan mal como parece, a pesar de que ya no podamos soportarla ni un interminable minuto más.

¿Viste? ¿Lo notaste? Tu Perú y probablemente tu vida, también, están llenos de excusas. Ahora convertidas en la forma más cómoda de eludir nuestras responsabilidades y, claro, justificar nuestra mediocridad al buscar culpables de todo aquello que siempre estuvo bajo nuestro control. Recibí la tarea de escribir sobre la problemática del país, esa gripe crónica que nos hace estornudar día tras día, mes tras mes, año tras año. Siempre. La política, la economía, la sociedad, todos con influenza. Un refrito, ya para qué.

“Perú S.A.”, esa rojiblanca corporación de la que todos somos dueños, tiene la gerencia más desafortunada del planeta. No soy partidarista, tampoco agnóstico político, pero creo tenerla clara. Somos nosotros quienes los contratamos, quienes votamos. Entonces, cordialmente, te invito a tomar la torta de la responsabilidad y a partir una tajada para tí. La culpa se divide y se invita también.

Si cometiste el gran acto de marcar por los carismáticos faranduleros, caballero, asumiendo no más. Cómicos, cómicos desconocidos, porristas, porristas desconocidas, cantantes, cantantes desconocidas, funcionarios, funcionarios desconocidos y que no funcionan. Todos intentan postular a las cómodas sillas del hemiciclo, sin la documentación previa ni el conocimiento necesario para justificar ese pacto de fe otorgado. Lindo cheque, repugnantemente envidiable. Sin contar los extras, ojo.

Suscribo una teoría: los peruanos tenemos Alzheimer, lo olvidamos todo, seguimos eligiéndolos para apadrinar a esta nación. Acto seguido, nos quejamos cual niños confundidos en los noticieros de la noche. Una tara muy común, un ‘run-run’ ya conocido: “¡No hay trabajo en este país!”, “¡Ese caballo loco nos está hundiendo otra vez!”, “¡Por la culpa de ese Congreso hace frío en nuestra localidad!”, “¡Las llantas de mi taxi reventaron y el culpable es este gobierno!” –una ostra olímpica-. Piensa, nuestras justificaciones poco a poco se van degradando, llegará el momento en que lo absurdo será lo más racional.

Existen grandes verdades en las excusas aplicando la del criollazo. Si buscas una disculpa para exculpar cualquier cosa, ten la plena seguridad que la encontrarás sin la mayor dificultad. Es más, encontrarás a otros como aliados, no importa que tan absurda o irreal sea. Siempre estará tu amigo, el contertulio, ese que se sienta contigo a tomar una chela en el muro afuera de tu casa: “Yo sé cómo te sientes porque a mí me sucede exactamente lo mismo”. Lo peor no es que te sientas mal, lo peor es que una vez dadas reverendas piedras, absolutamente nada cambiará en tu realidad, ni en la de tu vida.

Claro, nunca falta “el realista”, el conocedor, el que todo lo sabe y lo siente. Haz la prueba. Pregúntale a un amigo positivo si es optimista, con certeza te dirá que sí. Ahora, pregúntale al conocido que no te cae nada bien, al de la actitud negativa, que si es pesimista. Te dirá que no lo es, que simplemente es realista. ¡Tremendo looser!.

Acepta que eres pesimista, negativo o amargado, y posiblemente tarde o temprano decidirás que necesitas cambiar y optes por buscar ayuda para hacerlo. Sin embargo, mientras creas que eres realista, lo más probable es que no sientas la necesidad de cambiar. Después de todo, ser realista “es tener los pies sobre la tierra y ver las cosas como son”. O, al menos, así se defienden.

Observa, oye, siente por donde vayas. Los grilletes serán tu sombra a diario. Trepa a un micro, custer, combi colectivo, taxi, mototaxi o lo haya en donde vives. Fíjate bien, vas a encontrar autoadhesivos -por millones- parafraseando una seuda sabiduría mediante supuestas joyas populares. Lo único que logran esas frases es hacer más llevadero el conformismo. Guardafango: “Es mejor malo conocido que bueno por conocer”. Parabrisas –junto al perrito que mueve la cabeza-: “Unos nacen con buena estrella, otros nacemos estrellados”. Y la más brava, la roquita que mamá o profesor nos lanzaban cuando perdíamos las olimpiadas del colegio: “Lo importante no es ganar o perder, sino haber participado”. Ya vieja, paga mi uniforme no más.

Analízalo, nota que no encierran ninguna verdad, sólo son los grilletes populares que nos mantienen atados a las excusas que oportunamente utilizamos para justificar una situación de conformismo. Después de todo, “mal de muchos es consuelo de tontos”.

Ni erudito contemporáneo de la sabiduría espiritual, ni conocedor de las leyes del éxito como Deepak Choppra –el cangri-. No me acerco en lo mínimo, estoy a años luz de eso. La historia es esta: Mi papá, auditor de mucha experiencia con dotes de arquitecto y que se cree chibolo. Mi mamá, educadora matemática de vocación a quién deberían canonizar. Mis hermanas, entre profesoras, contadoras y administradoras. Tres de ellas podrían vivir en un set de televisión de por vida y la restante necesariamente sería la productora. No vive sin dirigir.

Yo, comunicador audiovisual en formación con aptitudes de artista dramático plástico –¡Ja! Titulazo, pero no encuentro forma más resumida-. Detesto los números, los politos con cuello y la ropa ‘de marca’, el peine, los líquidos calientes, la mentira, la formalidad, las poses sociales y el humo –porque me mata-. A veces me deprimo sin explicación, otras me alegro sin las mismas. Soy flacucho, pero guardo la esperanza de pesar más de 70 kilos, al menos en materia gris. Lateo con un mp3 en mi propia película. Maldigo. Tengo un affair vitalicio con el azul eléctrico. Me jodo a mí mismo como nadie –y me río-.

De niño siempre escuché: “Que lindo dibujas, deberías dedicarte a eso de grande”. Y un etcétera infinito de consejos. ¡Stop baby!, pero si soy bueno en ese rubro ¿Necesariamente tendría que dedicarme a eso? ¿Limitarme a un solo espacio? ¿Porqué no lanzarme con otra cosa? ¿Porqué no jugármelas en aprender algo distinto?. Supongamos que soy creativo, pues, si realmente lo soy, tendría que serlo en todo. Y te lo digo en una, que no se diluya tu fe. Si otros creen que lo tuyo no es rentable, con el respeto que se merecen: váyanse un ratito a la mierda. Los queremos todos.

Ya mayor me decían -con trompetas-: “Eres bueno diseñando, es lo tuyo”. Eso podría haber generado unos cuántos grilletes de parálisis, como si mi vida estuviese destinada a ese fin. Casi, casi como si el inoportuno Señor Destino lo hubiese programado desde antes.

En sumas cuentas, la persona saca conclusiones erradas a partir de premisas equívocas que ha aceptado como ciertas. Algo así. Primera Premisa: Siempre me dijeron que soy bueno para dibujar y diseñar. Segunda Premisa: Ya que soy bueno para eso, como ellos dicen, es lo que haré toda mi vida. Conclusión: Dibujaré y diseñaré siempre, aun cuando sepa que tengo otras aptitudes que desarrollar, de todos modos, la gente me apoya.

Efectos más devastadores que esos, imposible. Generalizaciones que nosotros mismos nos hemos encargado de crear en nuestro fuero interno. No te autodestruyas, no crees un círculo vicioso. Tus cachorros podrían copiarlo también y nuestro país -retomando el tema central- seguirá resfriado eternamente. Que no suceda, que no te envenenen, zúrrate en las críticas. Si no resulta como quisiste, no fracasaste; aprendiste y puedes intentarlo otra vez. Enorgullécete de ser un cholo(a) terco(a).

No se me ocurrió mejor cosa que poner en calidad de ratones de laboratorio a mi familia y a mí para este ensayo. Sólo espero que no se enteren tan pronto. Ruego que sirva haber sacrificado su intimidad con tal de haberlo dejado claro y explicar como actúan las complicaciones en tí. Me desprendí del los grilletes de las falsas creencias. Hasta antes de ingresar a la universidad no sabía que podía mandarme con tanta letra en un papel. También sirvo para esto. ¡Oh, yeah!

Dejemos las justificaciones del lado. Basta de excusas como apañadoras de nuestros actos, que Disney se encargue de los cuentos clásicos, nosotros no. El profesional orgulloso: “Al menos tengo trabajo, peor es nada”. El seudo emprendedor: “Alucina que yo sí quiero hacerlo, pero es que no tengo tiempo”. El universitario ganador: “¡Pasé con once, buena!”. El golpeado de por vida: “Si mis padres no se hubiesen divorciado, fácil me hubiese ido mejor”. El MYPE: “Es que en este país no hay apoyo”. El adulto sabio: “Sino lo aprendes de niño, mucho menos de grande”. El cuasi lector: “Me gusta leer, pero nunca encuentro la lectura adecuada”.

Reservo un párrafo aparte para el último, se lo merece. Después de este ya me río de todos, olvídate. La del filósofo con fe: “Si Dios quiere que triunfe, Él me mostrará el camino. Hay que esperar con paciencia.”. Consejo: Créeme, no eres el único al que tienen que mostrárselo, así que anda avanzando hasta que el ticket indique que es tu turno.

Acabo de botar una tonelada de mugre y no fue necesario invitar a un psiquiatra a esta fiesta. Una catarsis de ideas con respecto a mi Perú y su gente resultó ser. Incluyéndome. Resulta irrisorio saber que hay más de veintisiete millones que apelan a la mediocridad como forma de vida.

Quedó claro que hacer el mismo análisis de la problemática nacional, no funciona. Considero tanto importante como práctico el recordar los motivos por los que seguimos atados a lo mismo. Dar pie hacia la abstracción personal, hacia el ejercicio del diálogo interno. Donde en ambos casos, si es preciso, nos demos con fierro al darnos cuenta de que el hombre es el único animal que comete el mismo error dos veces.

Terminando y antes de que muera la tinta, estos grilletes no existen en realidad, porque son agregado mío y los acabo de inventar. Sin embargo no hay duda de que están adheridos a tí. En otras palabras, no son personas, circunstancias reales, ni limitaciones físicas. Por el contrario, son ideas que albergas en tu interior. Identifica los tuyos. Determina las creencias que representan. Diseña tu balanza entre lo positivo y negativo. Revisa las consecuencias que resultarían al deshacerte de eso. Define nuevas actitudes y patrones de comportamiento. Dejar de sentirse jodido es una decisión, pues decide. En caso de no ser suficiente, tómate una 'desahuevina' forte sin agua. Que raspe.

No pretendo cambiar el pensamiento del país entero, no es la intención, no pienso en quimeras. Te lo dije en un comienzo, eres naturalmente inteligente como para darte cuenta de que no podemos continuar viviendo en el subsuelo de nuestro verdadero potencial, siempre apelando a la “Ley del menor esfuerzo”.

Camilo Cruz lo explica al detalle en su libro, cómetelo. Olvidaste el nombre, es probable, se llama “La Vaca”. Entonces, como si fueses una, rúmiate una última máxima: Quizá tengas las mejores intenciones de mejorar al Perú y por lo tanto tu vida. Te consideras capaz por dentro, pero recuerda que no es lo que somos, sino lo que hacemos los que nos define como personas. Mientras puedas justificar algo, no será necesario remediarlo. Si te quedas pensando como antes, ya es tu roche. La diferencia es que yo te lo planteé en grilletes. Y es que no me gusta la leche.