Los tiempos cambian, la gente también, sus hijos hacen lo mismo. Los niños de ahora no aguantan mandatos, mucho menos uno con apellido de general. Dócil como una flor; sin embargo, tan castrante como un militar. Sebastián Orbegoso Flores, el sobrino que no pedí, pero que ahora protejo.
Cuando vino a este mundo le decían “Patito”, tres años después involucionó; ahora es “Huevito”. Parece un apelativo escogido a dedo para un niño que, cómo todos, tiene la cabeza desentonada del cuerpo. La primera vez que lo ví tenía aún cerca de 2 meses y ya no parecía un Sharpai. Nació en Lima, mientras yo estaba de viaje en otra ciudad. Hijo de la menor de mis hermanas, pero mayor que yo. Tras 14 horas en trabajo de parto y varias inyecciones, todo terminó en una cesárea.
Lacio, de un marrón que quiere ser cenizo. Color leche. Frágil, pero fuerte. Muere y vive por unas pantuflas de Elmo que no le entran ni a balas y que, sin embargo, usa. Tuvo cinco niñeras, incluso dos al mismo tiempo. Duerme saboreando su pulgar izquierdo a la vez que se tapa una oreja con la otra mano. Pasea a sus mascotas favoritas por todo el departamento, una familia de diez caracoles que no dejan de crecer y que siguen viviendo en un táper. Come cancha como cancha. Ayuda en la decoración pintando con témperas las paredes de la sala. Su abuelo paterno asegura que es índigo. Escoge con quién hacer berrinche. Propone tratos como cambiar una crayola por una bolsa de papitas Lay`s. Mal geniado. De grande quiere ser león.
Arroja de todo por la ventana. Un descuido mío hizo que descubriera el placer de botar cosas desde el quinto piso cuando me vió haciéndolo con una pepitas de uva. Desde ese entonces, su historial de objetos practicando jumping sin seguridad ha crecido: dos celulares de su madre, un control remoto, cuatro manzanas y una piña al patio de la vecina del primer piso, varios de sus juguetes. Pero ninguno voló tanto como el mouse inalámbrico de la computadora de su padre.
Asiste puntualmente a clases de la mano de Jose Luis, mi cuñado y papá del mocoso; de Glenda, su mamá; o de su niñera. Peinadito, raya al costado, bien engelado. Buzo térmico del kinder y polo blanco. Irradia una pequeña aura a Heno de Pravia. Mochila con las tareas hechas y lonchera nutritiva. A su regreso, el cual he sido partícipe yendo a recogerlo, lo único que parece no haber entrado a esa aldea infantil es su cabeza de huevo intacta. Todo lo demás es una mini pista de automovilismo. Por esa razón, tiene dos pares de uniformes. Y nada de detergente.
HÉRCULESHUALPA Y LA PAPA
Ni Gastón Acurio, ni Sandra Plevisani recomiendan los tallarines con gomitas. Generalmente las madres de este país piensan que mientras más llenen la barriga de sus hijos, ellos sobrevivirán mejor a los inviernos. Atiborrarlos con bocanadas de concentrados o papillas es ir en contra de su dignidad. Hace tiempo se me ocurrió probar una. Tenía una ligera curiosidad por conocer el sabor de semejante engrudo, muy aparte de que en ese momento la despensa estaba vacía. Sólo puedo decir que ese día alguien se levantó con el pie izquierdo y al revés. Yuca, camote, carne, fideos, quinua, mote, choclo, papa, hígado, plátano, pan, espinaca, yacón, zanahoria, pollo, remolacha, habas, zapallo, panamito, alverjas, fierros, catres, botellas. Todo junto y licuado, no es la voz.
Si eres el o la mayor de los hermanos, quizá le des gramo de tu aceptación a la siguiente sentencia: cada primer hijo atraviesa por esa etapa de calentamiento culinario de madres inexpertas. Excepto que tenga una ‘momó’ – como llama a su abuela materna-, una empleada del hogar, un apellido como Eckfeldt-Martinot o que se llame Sebastián. Previa lavada de manos y cara, trepa hasta la cúspide de su silla azul con dibujitos de motociclistas y de tablero removible. Se sienta, espera mientras monologa. Reini, la morocha de 17 años que está a su cuidado, cruza la puerta de la cocina con una especie de bandeja hueca con tres particiones. Una para cada sabor, para cada tipo de sólido. Sobresale una tapa enroscable que cubre el acceso a su interior que es rellenada con agua tibia. “Así no se enfrían los alimentos y se mantienen calientitos”, me instruye al ver que levanto una ceja.
Croquetas Nuggets, yuquitas fritas, pasta verde con queso rallado y dulces Ambrosoli de postre. Niño más suertudo, imposible –pone cara de sorprendido-. “¿Y que es esto? ¿Y este? ¿Y, y, y eso?”, la interroga. Aunque ya lo sabe de memoria, pero empieza a conocer de mañas. De pronto se resiste a seguir comiendo. Entra a escena la experiencia y maestría que la joven chica ha ido adquiriendo durante estos dos últimos mes.
- “Si tú comes Sebastián, vas a ser grande como Hércules. Serás más fuerte que un Inca” – pretende convencerlo.
- “¿Un Inca?” – le pregunta. “¿Qué es eso?” – queriendo salir de la duda.
- “Hércules es un Inca, porque es fuerte y valiente como tú” – se lo dice con voz enérgica con plena vehemencia, casi como si ella lo creyera también. Sin dar mayor detalle.
- “Come toda tu papa (por decir comida) para que tengas ‘punche’ como él” – usa en último recurso.
¡Una genio! Funciona ¿Cómo lo hizo? Empieza a devorar. Sin embargo, la magia dura poco. No pasa mucho tiempo y ya quiere bajar sin haber terminado. Me mira pidiendo permiso para ir a traer a algunos amigos. Accedo. Invita a su banquete de frituras y carbohidratos aplastados a tres personajes importantes en su vida de arco iris. Pepe, el caballo: un corcel marrón, imponente, de músculos marcados y definidos; pero de 18 centímetros de alto. Petunia, la cebra: extraída de una película sobre animales en cautiverio que escapan de un zoológico de Nueva York, ahora convertida en pieza de merchandising. Siempre interpreta papeles de villana, “Huevito” tiene claro el vestir de un reo. Casi descolgada trae a Dixy, la dino -…saurio-: una reptil escamosa de color lila, tan brillante como un neón. De sonrisa interminable y dura. De cara extasiada, casi como si disfrutara vivir en el mundo de los plásticos tóxicos.
Toda esta parafernalia para lograr que se meta un poco más de ocho cucharadas a la boca es acompañada, en paralelo, por 21 pulgadas de programación infantil. Demasiadas veces he estado presente a la hora de almuerzo como para no haber notado el conglomerado de series que se transmiten en señal cerrada. Sí, ese canal de cable que es la niñera perfecta por horas. Que no limpia, que no se estresa y, sobre todo, que no cobra. Únicamente pide atención y vaya que se la dan. Salvación inmediata de muchos padres y, claro, de muchas niñeras de carne y hueso también.
Recuerdo, a su edad, que los mal satanizados suspiritos azules y Snarfer alegraban mi tarde. Ya luego veía a una pantera rosa al amanecer. Y en la noche, un ratón muelón me hacía dormir –“Topo Gigio, te extraño”-. Claro, durante todo ese tiempo, la gran Warner Bross no dejó de regalarme a un conejo, un pato, un demonio, un coyote, un ave veloz, un gallo, un perro, un gavilán y un pelado rollizo con escopeta. Allí comenzó mi adicción por la animación. Tema aparte claro está.
Nada tiene que ver con lo que la caja boba les ofrece hoy. ¿Cómo un cerdo puede tener por padre a un toro? La manipulación genética avanza, pero de a pocos. ¿Cómo un perro puede ser rojo y del tamaño de un palto? Lo siento por ti árbol, morirás en la primera visita del can. ¿Cómo un niño puede ser trabajador de construcción? En donde está la protección del menor. Y por último ¿Cómo alguien puede llamarse “Geep Geep Gupsi”? ¿A los tres años, es posible pronunciar eso? No puedo dejar de mencionar a la gente de Lazytown, a los chicos de Piggly Wings, a Charlie y sus amigos, y a Doky como la mascota oficial del canal. Todos ellos son un tercio de los programas en los que Sebastián queda envuelto, no hay nada más alrededor. Mi sobrino parece disecado.
Se necesita algo de cincuenta minutos para lograr endosarle, por lo menos, la mitad de su ración. Hoy se tuvo suerte, se hizo en cuarenta y cinco. Me dispongo a salir un momento y escucho un: “Quiedo más adozzzz…”. Provecho Reini, ya regreso.
JUGUETEOS DE CACHORRO
Cepillados los dientes, entra a su hangar desesperado, planeando con los brazos abiertos como si el mundo que conoce se desvaneciera mientras vuela. Cuatro paredes que no tienen mucho de sobrio y menos de sosegado con un sutil olor a leche. Más tiene de ensalada de frutas que de habitación. Verde fosforescente, rojo, y un poco de melón como ingredientes. Tres estantes construidos con caoba blanca yacen repletos por muñecos de algodón y pelusa. Desde un pato que canta villancicos irritables en ‘patense’, hasta un unicornio bastante rechoncho que, según me cuenta su padre, también despegó por la ventana en un acto de copia fantástica –“En la tevelisión sí güelan”-.
Se prepara para el duelo. Hoy entran a la arena de combate un Jedi versus un felino. Obi Wan Kenobi nunca tuvo un enemigo más peligroso que El Rey León. Pero antes necesita un traje de réferi cósmico, él es el único oficial. Abre el cajón de su diminuto ropero. Una “S” en el centro de un polígono con forma de diamante se asoma de a pocos, mientras jalonea la perilla de madera. Allí está, brillante y azul, junto a un telar rojo algo transparente. En menos tiempo que a la espada de luz le toma encenderse, salta sobre el rostro sonriente de la Rana René estampado en su cubrecama. “¡A jugar, a jugar!”, me dice en una invitación a su aventura.
Convertido en el superhéroe más famoso de la historia –después de Barnie, claro está-, ahora es el enviado de Criptón: ‘Zuperman’, se hace llamar. Presto a ser el titiritero de ambos contrincantes, además de fiscalizar el encuentro. Estira los brazos hacia adelante, flexiona las rodillas, sonríe y salta en medio de un grito en Do mayor. Toma uno, toma dos, cinco copias del rey de la selva y ninguno puede amilanar al coraje del guerrero intergaláctico. “¡Pum!¡Pff!¡Pam!¡Guark!”, va recitando con cada movimiento que dá al estrellarlos uno contra otro. Luego de eso, sólo una sesión maratónica podría cansarlo. La experiencia me lo confirma.
Perdió el gatito, ya estaba cantado. Cambia intempestivamente de rol, ahora quiere ser arquitecto por un momento. Junto a su cama hay una parva de cuentos y fábulas, además de un recibo de luz que se peló de la cocina. Sin piedad, va arrojando cada uno, con ambas manos, por detrás de su nuca. Trata de encontrar algo con rapidez. Finalmente queda descubierto un plano rectangular de color amarillo chillón. “¿Vés? Aquístá”. Es la tapa de su cofre de tesoros, sus juguetes. La mayoría de ellos con alguna parte perdida o, por el contrario, alguna parte perdida de algo que alguna vez fue juguete. Repite el mismo procedimiento de búsqueda. Todo para atrás, caiga en donde caiga y a quien le caiga.
Se le iluminan los ojos, enmudece unos segundos con la boca abierta. Extrae de ese desmonte de plástico una bolsa transparente conteniendo miles de piecitas multicolores. Ladrillitos para armar todo lo que la creatividad a esa edad les permite usando legos. Se dispone a armar una ‘jibafa’. Cual pilar, uno tras otro los va superponiendo. Engrana cada hoyo, pieza por pieza. No importa la secuencia de tonalidades, lo relevante es hacerlo lo más alto posible. Hora de poner la cabeza. Va tomando forma para él –se ve en su expresión-. Una pata, la otra. Noto que algo sucede, no entra, no es la ficha correcta. Se desespera, un pequeño berrinche se asoma. Se vuelve un volcán, respira un poco más fuerte y ya empieza a balbucear palabras que sólo él conoce y entiende. Estalla. Destruye todo su esfuerzo con dos golpes cruzados al estilo Jet Lee.
Chilla, grita, arroja todo, patea lo que falta. Parece un anciano dando vueltas en círculos con los brazos pegados a su minúsculo torso. Se sienta, se pone pie, y por fin llega mamá. Me pregunta que sucede, sin embargo prefiero no alterar el orden, no quiero existir. Soy un espectador, dejo que se desarrolle solo. Hasta el momento no había soltado ninguna gotita salada. “¿Que pasa Tiani?”, le pregunta con voz dulce. De repente su única respuesta es sumirse en un llanto manipulador seguido de una explicación sollozante. El amor o engreimiento maternal no lo calman. Pasaron más de diez minutos y el niño es una fuente de lagrimas con circuito cerrado reciclable –cómo no se deshidrata-. Parece que cada gota está metódicamente pensada. Luego de negociar un bolsa de Chin-Chin y un poco de gaseosa, ambas resultan mucho mejor que un ‘ñeju-ñeju’ de su madre - “A ver invítame”-.
FUTURO FIERO
Muchos dicen que llegó para destronar a su tío ‘Goy’, pero la verdad es que llegó para crear su propio imperio. Aún tiene tres años y medio, sin embargo veo en él la terquedad y autosuficiencia que conozco –por experiencia-. Reniega más que cualquier niño que me haya cruzado. Decide. Compara. A pesar de que, actualmente, atraviesa la etapa del “Yo”, comparte algunas cosas –la mayoría de ellas por disgusto-. Siempre desacuerda con todo. Glenda alega que lo hace para sentirse poderoso. Me inclino por la teoría de llevar la contraria por llevarla. A pesar de todo, es un niño.
Nada saca de mi cabeza que no importa cuál profesión escoja de grande, sobresaldrá. Quizá sea vagoneta, quizá empiece a conocer de vicios, quizá le guste la música, quizá tenga interés por la Biología, quizá le guste recoger basura, quizá conozca mucha gente, quizá le rompan el corazón. Puede suceder todo eso y más, pero será líder de su propia vida. Mutará. Será el mejor león del mundo.
Cuando vino a este mundo le decían “Patito”, tres años después involucionó; ahora es “Huevito”. Parece un apelativo escogido a dedo para un niño que, cómo todos, tiene la cabeza desentonada del cuerpo. La primera vez que lo ví tenía aún cerca de 2 meses y ya no parecía un Sharpai. Nació en Lima, mientras yo estaba de viaje en otra ciudad. Hijo de la menor de mis hermanas, pero mayor que yo. Tras 14 horas en trabajo de parto y varias inyecciones, todo terminó en una cesárea.
Lacio, de un marrón que quiere ser cenizo. Color leche. Frágil, pero fuerte. Muere y vive por unas pantuflas de Elmo que no le entran ni a balas y que, sin embargo, usa. Tuvo cinco niñeras, incluso dos al mismo tiempo. Duerme saboreando su pulgar izquierdo a la vez que se tapa una oreja con la otra mano. Pasea a sus mascotas favoritas por todo el departamento, una familia de diez caracoles que no dejan de crecer y que siguen viviendo en un táper. Come cancha como cancha. Ayuda en la decoración pintando con témperas las paredes de la sala. Su abuelo paterno asegura que es índigo. Escoge con quién hacer berrinche. Propone tratos como cambiar una crayola por una bolsa de papitas Lay`s. Mal geniado. De grande quiere ser león.
Arroja de todo por la ventana. Un descuido mío hizo que descubriera el placer de botar cosas desde el quinto piso cuando me vió haciéndolo con una pepitas de uva. Desde ese entonces, su historial de objetos practicando jumping sin seguridad ha crecido: dos celulares de su madre, un control remoto, cuatro manzanas y una piña al patio de la vecina del primer piso, varios de sus juguetes. Pero ninguno voló tanto como el mouse inalámbrico de la computadora de su padre.
Asiste puntualmente a clases de la mano de Jose Luis, mi cuñado y papá del mocoso; de Glenda, su mamá; o de su niñera. Peinadito, raya al costado, bien engelado. Buzo térmico del kinder y polo blanco. Irradia una pequeña aura a Heno de Pravia. Mochila con las tareas hechas y lonchera nutritiva. A su regreso, el cual he sido partícipe yendo a recogerlo, lo único que parece no haber entrado a esa aldea infantil es su cabeza de huevo intacta. Todo lo demás es una mini pista de automovilismo. Por esa razón, tiene dos pares de uniformes. Y nada de detergente.
HÉRCULESHUALPA Y LA PAPA
Ni Gastón Acurio, ni Sandra Plevisani recomiendan los tallarines con gomitas. Generalmente las madres de este país piensan que mientras más llenen la barriga de sus hijos, ellos sobrevivirán mejor a los inviernos. Atiborrarlos con bocanadas de concentrados o papillas es ir en contra de su dignidad. Hace tiempo se me ocurrió probar una. Tenía una ligera curiosidad por conocer el sabor de semejante engrudo, muy aparte de que en ese momento la despensa estaba vacía. Sólo puedo decir que ese día alguien se levantó con el pie izquierdo y al revés. Yuca, camote, carne, fideos, quinua, mote, choclo, papa, hígado, plátano, pan, espinaca, yacón, zanahoria, pollo, remolacha, habas, zapallo, panamito, alverjas, fierros, catres, botellas. Todo junto y licuado, no es la voz.
Si eres el o la mayor de los hermanos, quizá le des gramo de tu aceptación a la siguiente sentencia: cada primer hijo atraviesa por esa etapa de calentamiento culinario de madres inexpertas. Excepto que tenga una ‘momó’ – como llama a su abuela materna-, una empleada del hogar, un apellido como Eckfeldt-Martinot o que se llame Sebastián. Previa lavada de manos y cara, trepa hasta la cúspide de su silla azul con dibujitos de motociclistas y de tablero removible. Se sienta, espera mientras monologa. Reini, la morocha de 17 años que está a su cuidado, cruza la puerta de la cocina con una especie de bandeja hueca con tres particiones. Una para cada sabor, para cada tipo de sólido. Sobresale una tapa enroscable que cubre el acceso a su interior que es rellenada con agua tibia. “Así no se enfrían los alimentos y se mantienen calientitos”, me instruye al ver que levanto una ceja.
Croquetas Nuggets, yuquitas fritas, pasta verde con queso rallado y dulces Ambrosoli de postre. Niño más suertudo, imposible –pone cara de sorprendido-. “¿Y que es esto? ¿Y este? ¿Y, y, y eso?”, la interroga. Aunque ya lo sabe de memoria, pero empieza a conocer de mañas. De pronto se resiste a seguir comiendo. Entra a escena la experiencia y maestría que la joven chica ha ido adquiriendo durante estos dos últimos mes.
- “Si tú comes Sebastián, vas a ser grande como Hércules. Serás más fuerte que un Inca” – pretende convencerlo.
- “¿Un Inca?” – le pregunta. “¿Qué es eso?” – queriendo salir de la duda.
- “Hércules es un Inca, porque es fuerte y valiente como tú” – se lo dice con voz enérgica con plena vehemencia, casi como si ella lo creyera también. Sin dar mayor detalle.
- “Come toda tu papa (por decir comida) para que tengas ‘punche’ como él” – usa en último recurso.
¡Una genio! Funciona ¿Cómo lo hizo? Empieza a devorar. Sin embargo, la magia dura poco. No pasa mucho tiempo y ya quiere bajar sin haber terminado. Me mira pidiendo permiso para ir a traer a algunos amigos. Accedo. Invita a su banquete de frituras y carbohidratos aplastados a tres personajes importantes en su vida de arco iris. Pepe, el caballo: un corcel marrón, imponente, de músculos marcados y definidos; pero de 18 centímetros de alto. Petunia, la cebra: extraída de una película sobre animales en cautiverio que escapan de un zoológico de Nueva York, ahora convertida en pieza de merchandising. Siempre interpreta papeles de villana, “Huevito” tiene claro el vestir de un reo. Casi descolgada trae a Dixy, la dino -…saurio-: una reptil escamosa de color lila, tan brillante como un neón. De sonrisa interminable y dura. De cara extasiada, casi como si disfrutara vivir en el mundo de los plásticos tóxicos.
Toda esta parafernalia para lograr que se meta un poco más de ocho cucharadas a la boca es acompañada, en paralelo, por 21 pulgadas de programación infantil. Demasiadas veces he estado presente a la hora de almuerzo como para no haber notado el conglomerado de series que se transmiten en señal cerrada. Sí, ese canal de cable que es la niñera perfecta por horas. Que no limpia, que no se estresa y, sobre todo, que no cobra. Únicamente pide atención y vaya que se la dan. Salvación inmediata de muchos padres y, claro, de muchas niñeras de carne y hueso también.
Recuerdo, a su edad, que los mal satanizados suspiritos azules y Snarfer alegraban mi tarde. Ya luego veía a una pantera rosa al amanecer. Y en la noche, un ratón muelón me hacía dormir –“Topo Gigio, te extraño”-. Claro, durante todo ese tiempo, la gran Warner Bross no dejó de regalarme a un conejo, un pato, un demonio, un coyote, un ave veloz, un gallo, un perro, un gavilán y un pelado rollizo con escopeta. Allí comenzó mi adicción por la animación. Tema aparte claro está.
Nada tiene que ver con lo que la caja boba les ofrece hoy. ¿Cómo un cerdo puede tener por padre a un toro? La manipulación genética avanza, pero de a pocos. ¿Cómo un perro puede ser rojo y del tamaño de un palto? Lo siento por ti árbol, morirás en la primera visita del can. ¿Cómo un niño puede ser trabajador de construcción? En donde está la protección del menor. Y por último ¿Cómo alguien puede llamarse “Geep Geep Gupsi”? ¿A los tres años, es posible pronunciar eso? No puedo dejar de mencionar a la gente de Lazytown, a los chicos de Piggly Wings, a Charlie y sus amigos, y a Doky como la mascota oficial del canal. Todos ellos son un tercio de los programas en los que Sebastián queda envuelto, no hay nada más alrededor. Mi sobrino parece disecado.
Se necesita algo de cincuenta minutos para lograr endosarle, por lo menos, la mitad de su ración. Hoy se tuvo suerte, se hizo en cuarenta y cinco. Me dispongo a salir un momento y escucho un: “Quiedo más adozzzz…”. Provecho Reini, ya regreso.
JUGUETEOS DE CACHORRO
Cepillados los dientes, entra a su hangar desesperado, planeando con los brazos abiertos como si el mundo que conoce se desvaneciera mientras vuela. Cuatro paredes que no tienen mucho de sobrio y menos de sosegado con un sutil olor a leche. Más tiene de ensalada de frutas que de habitación. Verde fosforescente, rojo, y un poco de melón como ingredientes. Tres estantes construidos con caoba blanca yacen repletos por muñecos de algodón y pelusa. Desde un pato que canta villancicos irritables en ‘patense’, hasta un unicornio bastante rechoncho que, según me cuenta su padre, también despegó por la ventana en un acto de copia fantástica –“En la tevelisión sí güelan”-.
Se prepara para el duelo. Hoy entran a la arena de combate un Jedi versus un felino. Obi Wan Kenobi nunca tuvo un enemigo más peligroso que El Rey León. Pero antes necesita un traje de réferi cósmico, él es el único oficial. Abre el cajón de su diminuto ropero. Una “S” en el centro de un polígono con forma de diamante se asoma de a pocos, mientras jalonea la perilla de madera. Allí está, brillante y azul, junto a un telar rojo algo transparente. En menos tiempo que a la espada de luz le toma encenderse, salta sobre el rostro sonriente de la Rana René estampado en su cubrecama. “¡A jugar, a jugar!”, me dice en una invitación a su aventura.
Convertido en el superhéroe más famoso de la historia –después de Barnie, claro está-, ahora es el enviado de Criptón: ‘Zuperman’, se hace llamar. Presto a ser el titiritero de ambos contrincantes, además de fiscalizar el encuentro. Estira los brazos hacia adelante, flexiona las rodillas, sonríe y salta en medio de un grito en Do mayor. Toma uno, toma dos, cinco copias del rey de la selva y ninguno puede amilanar al coraje del guerrero intergaláctico. “¡Pum!¡Pff!¡Pam!¡Guark!”, va recitando con cada movimiento que dá al estrellarlos uno contra otro. Luego de eso, sólo una sesión maratónica podría cansarlo. La experiencia me lo confirma.
Perdió el gatito, ya estaba cantado. Cambia intempestivamente de rol, ahora quiere ser arquitecto por un momento. Junto a su cama hay una parva de cuentos y fábulas, además de un recibo de luz que se peló de la cocina. Sin piedad, va arrojando cada uno, con ambas manos, por detrás de su nuca. Trata de encontrar algo con rapidez. Finalmente queda descubierto un plano rectangular de color amarillo chillón. “¿Vés? Aquístá”. Es la tapa de su cofre de tesoros, sus juguetes. La mayoría de ellos con alguna parte perdida o, por el contrario, alguna parte perdida de algo que alguna vez fue juguete. Repite el mismo procedimiento de búsqueda. Todo para atrás, caiga en donde caiga y a quien le caiga.
Se le iluminan los ojos, enmudece unos segundos con la boca abierta. Extrae de ese desmonte de plástico una bolsa transparente conteniendo miles de piecitas multicolores. Ladrillitos para armar todo lo que la creatividad a esa edad les permite usando legos. Se dispone a armar una ‘jibafa’. Cual pilar, uno tras otro los va superponiendo. Engrana cada hoyo, pieza por pieza. No importa la secuencia de tonalidades, lo relevante es hacerlo lo más alto posible. Hora de poner la cabeza. Va tomando forma para él –se ve en su expresión-. Una pata, la otra. Noto que algo sucede, no entra, no es la ficha correcta. Se desespera, un pequeño berrinche se asoma. Se vuelve un volcán, respira un poco más fuerte y ya empieza a balbucear palabras que sólo él conoce y entiende. Estalla. Destruye todo su esfuerzo con dos golpes cruzados al estilo Jet Lee.
Chilla, grita, arroja todo, patea lo que falta. Parece un anciano dando vueltas en círculos con los brazos pegados a su minúsculo torso. Se sienta, se pone pie, y por fin llega mamá. Me pregunta que sucede, sin embargo prefiero no alterar el orden, no quiero existir. Soy un espectador, dejo que se desarrolle solo. Hasta el momento no había soltado ninguna gotita salada. “¿Que pasa Tiani?”, le pregunta con voz dulce. De repente su única respuesta es sumirse en un llanto manipulador seguido de una explicación sollozante. El amor o engreimiento maternal no lo calman. Pasaron más de diez minutos y el niño es una fuente de lagrimas con circuito cerrado reciclable –cómo no se deshidrata-. Parece que cada gota está metódicamente pensada. Luego de negociar un bolsa de Chin-Chin y un poco de gaseosa, ambas resultan mucho mejor que un ‘ñeju-ñeju’ de su madre - “A ver invítame”-.
FUTURO FIERO
Muchos dicen que llegó para destronar a su tío ‘Goy’, pero la verdad es que llegó para crear su propio imperio. Aún tiene tres años y medio, sin embargo veo en él la terquedad y autosuficiencia que conozco –por experiencia-. Reniega más que cualquier niño que me haya cruzado. Decide. Compara. A pesar de que, actualmente, atraviesa la etapa del “Yo”, comparte algunas cosas –la mayoría de ellas por disgusto-. Siempre desacuerda con todo. Glenda alega que lo hace para sentirse poderoso. Me inclino por la teoría de llevar la contraria por llevarla. A pesar de todo, es un niño.
Nada saca de mi cabeza que no importa cuál profesión escoja de grande, sobresaldrá. Quizá sea vagoneta, quizá empiece a conocer de vicios, quizá le guste la música, quizá tenga interés por la Biología, quizá le guste recoger basura, quizá conozca mucha gente, quizá le rompan el corazón. Puede suceder todo eso y más, pero será líder de su propia vida. Mutará. Será el mejor león del mundo.