La mínima expresión del tiempo fue la máxima de muchos. Irremediable es dejarnos a oscuras cuando alguien apaga su luz.
Cinco de la mañana, Segundo se levanta religiosamente como toda madrugada por un problema incontinente. Sale del baño y resbala, cae bruscamente. A sus 91 años no tiene la fuerza necesaria para andar solo y mucho menos para detener una caída. Grita, llama a alguien con apuro. “¡Blanca, ayúdame!”. De la habitación contigua viene ella con sus 90 años, esposa y amor, caminando lento, usando como apoyo la pared. Enciende la luz, lo ve en el suelo intentando ponerse de pie por sus propios medios sin conseguirlo. Tomándolo del brazo jala con fuerza, no lo logra. Respira y vuelve a intentarlo, nada. Decide arrastrarlo, no fue por mucho.
Segundo sigue con la espalda sobre el frío piso de cemento, el tiempo pasa, y ambos, con la poca energía que sus cuerpos les da, al mismo tiempo se van quedando sin ella. Blanca sale a la calle con un grito sordo clamando por ayuda, no mucha gente puede oír su quebradiza voz. Sin embargo, para alivio, pasa trotando un vecino al que se le ocurrió hacer deporte esa mañana. La percibe asustada, entra a la casa sin pensarlo para luego sumergirse en semejante escena. En medio pestañeo ya tiene a Segundo en brazos y lo recuesta sobre su cama, pregunta si puede ayudar en algo más y se marcha. “Gracias, muchas gracias”, parece decirle Blanca con los ojos, sin poder demostrar su gratitud total.
Ahora solos, “El Viejo” y “Blanqui”, como se llaman mutuamente, deciden continuar con el descanso.
-Aquí te dejo para la leche y el pan del desayuno. Deja mi bastón cerca y anda, solo quiero dormir-, le dice Segundo con voz de mando, como siempre lo hizo.
Seis y quince de la mañana, llega impaciente una de sus hijas acompañada de su incondicional esposo. Fueron telefoneados por la casera que vive en el segundo piso y que arrienda un área de la primera planta de la casa a sus padres, quien preocupada por los extraños ruidos y madrugadora bulla, decide avisarles. Encuentran a cada uno en su cama, despiertan a Blanca para preguntarle lo sucedido y ella, soñolienta, responde: “Está allá, dormido”. El yerno entra en la habitación, se le acerca y es correcto, está dormido, pero no respira.
La conmoción se apodera de todos, no es posible, Segundo está sano dentro de todos sus achaques propios de la edad. Al poco rato llega su médico para revisarlo, aun cuando sus corazones no quieren que corrobore lo obvio. Blanca aduce que está dormido profundamente, que están equivocados. Se aferra con feroz vehemencia a esa idea, negándose a creer que su compañero de toda la vida ya no despertará. Finalmente, solo queda el diagnóstico del doctor: embolia cerebral producto de la caída. De la forma más serena, despreocupada y tranquila, libre de sufrimiento y de toda predicción, Segundo fallece, mientras soñaba.
SIEMPRE ENAMORADOS
Se mudaron hace poco a dos cuadras de la casa de mis viejos en Trujillo. Una ‘achorada’ zona popular, por suerte más civilizada que lumpenesca, ubicada a vente minutos del centro de la ciudad o a veinte metros del cerro más poblado. En la mitad de un pasaje, diseñado con un patrón de construcción homogéneo para viviendas, está el último nido de estos dos tórtolos de antaño, mis abuelos (padres de mi papá).
Sí, hablo de Segundo Flores o “Don Flores” o “El abuelito”, como le decíamos sus nietos, y de Blanca Bockos, alias “La aguallita”, por abuelita. Recuerdo a mi abuelo como un moreno ya enjuto y delgado, hablaba fuerte y escuchaba débil, nos obligaba a rompernos la garganta para poder mantener una conversación con él. Siempre pulcro para toda ocasión, incluso para contestar el teléfono. Podía salir sin su bastón, pero jamás sin su boina. Iba enchompado hasta en los días más criminales del sol, con la mirada firme y testaruda, como sólo él podía tenerla.
Todo lo contrario es Blanca, como su nombre lo dice, blanca. Dos bellos zafiros tiene por ojos, pequeña y frágil, pero sólida en su interior. Se viste de morado durante todo Octubre y lanza bendiciones como gotas de lluvia. Asombrósamente risueña, se lleva de encuentro a la mejor anfitriona del medio, así es ella. Aunque por ahora queda con una larga expresión de melancolía.
Rentaban la mitad de un primer piso, más o menos era casi como tener un zapato con una división transversal desde los dedos hasta el talón, introducir el pie en cualquier mitad y usarlo así. No entraba mucha luz natural, por lo que era una ley encender el fluorescente circular de ese ambiente durante el día. Bastante pequeño, fácilmente se puede utilizar el concepto de sala-comedor-cocina en un único espacio en donde entraría raspando una camioneta familiar.
Sin embargo, con ingenio, fue posible que acomodaran -una a una- las docenas de fotografías obsequiadas de sus cuatro hijos, varios nietos y bisnietos. También un televisor ‘penúltimo’ modelo, un ventilador que funcionaba cuando quería, una mesa y algunas sillas de fierro, un estante de madera un tanto torcido para platos y latas. Y si la camioneta existiera de seguro también habría cabido. Allí pasaban la tarde leyendo el diario, mirando el aburridísimo canal del Estado, conversando o simplemente mirándose sus -hasta ahora- enamorados rostros. Escribo en pasado, por que no se repetirá, al menos no en esta realidad.
FLORES PARA DON FLORES
Ando retrasado, a destiempo como siempre, son más de la una de la tarde y no estoy en el salón velatorio. Por fin, me liberé del tráfico consiguiendo llegar. Apurado entro y veo el féretro justo frente a mí. Me detengo un momento, inhalo profundamente un poco de fuerza y paso a sentarme. Saludo a quien me mire, mientras busco a alguien conocido. De pronto noto que estoy solo. “Que raro ¿En donde estarán?”. Ya casi para quebrarme, me doy cuenta de que estoy a punto de llorarle a una tal Julia Rosales. ¡Idiota cósmico! Llegué tan rápido que entre a un velorio distinto. Sin roche me quito sonriendo.
Cauteloso me aproximo a otra puerta, esta si es la correcta. La nueva habitación momentánea de Segundo es amplia y rectangular. Aproximadamente veinte metros de largo por cinco de ancho, con losetas blancas y una tonalidad amarilla en las paredes que da la sensación de ligero consuelo. Tiene 51 sillas, todas con el respaldar contra la pared, de las que sólo seis están ocupadas. Al fondo se encuentra él, irónicamente rodeado de flores que vienen de otros Flores, con la tapa abierta de su sencilla cama de madera. Lista para quien tenga el coraje y valor de mirarlo soñando, ese que yo no tengo en este momento. Y que tampoco tendré.
Me siento junto a la hermana y la cuñada de mi papá, casi instantáneamente entran y se acercan hacia nosotros dos señores canosos que me presentaron como los amigos del abuelito. Se ven estables, cuando uno de ellos decide pasar a verlo. Instantáneamente se desmorona por la ahogante pena, sollozante va hacia una silla. Ahora era un tipo distinto que no tenía nada que ver con el que llegó.
-¡Los valientes se van primero!, dice eufórico. Supongo que lo hace como método para mirar el vaso medio lleno y no medio vacío.
Una hora y media después el traicionero estómago me ametralla, necesito comestibles. Un tío me mira con cara de “no eres el único, también tengo hambre”, y nos vamos. Más relajado en el almuerzo, que las hermanas de mi mamá nos ofrecen -como siempre-, escucho desde agradecimientos por estar aquí hasta historias de un tipo que, hace años, hacía canchita con un cañón de guerra.
Ya son las siete de la noche y regreso con mi abuelo. Hay menos espacio libre, pero aún sigue siendo mucho salón para tan poca gente. Veo a “La aguallita” sentada entre varias señoras que parecen sacadas industrialmente en serie. Creo que llega una edad en que todas se ven iguales: mismo corte, mismo tinte, mismo perfume apestoso. Me acerco a saludarla como siempre lo hago, tomándola del rostro y dándole un beso en la frente. ¡Cataplum! No me reconoce, cada vez ve menos. Esos ojos de bruja, como ella los llama, la están traicionando. Tomo asiento junto a ella.
Empiezo a conocer a mucha gente, familia cercana según dicen, son las otras ramas del árbol. Me presentan a la tía del primo que alguna vez fue el cuñado de la hija que era tío abuelo del vecino desconocido de mi tía Ruth y que me vio ‘así de chiquito’ -poniendo la palma de su mano hacia abajo, casi a la altura de su cadera-. La señora medía medio metro, no soy tan alto, pero no creo que haya sido yo la verdad. Mientras tanto le hago bromas a Blanca, para que pierda por unos segundos, al menos, esa tristeza que no la caracteriza.
Se decide empezar un rosario, siempre me pareció un acto maratónico de fe. ¡Qué carajos!, es mi abuelo, lo haré. Vamos ubicándonos haciendo un medio círculo alrededor de él, cada uno toma su posición, la hermana de mi mamá actúa como mediadora y da la partida. Una hora después, hemos acabado, y siento una extraña paz, dio resultado. En este momento van repartiendo el esperado café pasado y el pan con queso, algunos ríen. Es gracioso, fue imposible no notarlo. Durante la oración muchos quedaron al descubierto y quedó comprobado que sabían la letra del tema del verano, pero no del Ave María. Una de las rocazas: “…bendita seas tú entre todas las pecadoras y bendito es el fruto de tu vientre corazón. Amén”. 'Ya cuñao'. Hasta mi abuelo se hubiera reído. Menos mal que se dio cuenta por si mismo y cambió del lugar, luego supe que no era católico.
Ya es casi media noche y están por cerrar el lugar, a menos que queramos permanecer adentro hasta el otro día, tenemos que salir. Cada quien hace lo suyo: barremos el piso, recogemos las bandejas, ordenamos las sillas, botamos la basura y finalmente apagamos las luces.
DILUVIO DE LÁGRIMAS
Hoy entierro al papá de mi papá, soberano desconsuelo. Todos en la misa somos unos incrédulos consternados, todavía no lo asimilamos. O al menos yo no. Tampoco hay mucha gente, pero sí los mismos de ayer y un tanto más. Desde aquí puedo ver –nuevamente- la cápsula de mi abuelo. Digna, con ese color marrón brillante, merecedora de alguien como él. Tiene la puerta abierta y está situada frente a una imagen colorida de Jesús para darle mayor paz, eso espero.
El sacerdote habla de la muerte como un estado de gloria que deberíamos envidiar, trata de acolchonar los corazones destruidos de todo aquel que sufre por el inesperado evento. Canciones de letras inmaculadas acompañan las palabras. Es el momento de la paz, muchos se abrazan, otros se toman del antebrazo en tono cordial.
Me dirijo a darle un abrazo a mi abuela, sentada en una silla de ruedas rezando sin cansancio se encierra en su mundo, la puedo ver mientras me acerco. Ni sus lentes oscuros pueden ocultar esas lágrimas de resignación.
-Quiero despedirme de mi amor, dice. -Por última vez-, agrega. Le avisan que necesita esperar a que la misa culmine y a que el cura dé la bendición.
Termina la ceremonia, la canción de cierre martilla a muchos, los destroza. Nos dan unos segundos para dar el último adiós. Que vayan los demás, yo no pienso acercarme. Un tío me pide ayuda para levantar a Blanca de la silla, me aproximo y accidentalmente miro de soslayo las venosas manos entrelazadas de Segundo. Un ‘escalogélido’ me desvía la mirada y quedo paralizado. “¡No quería verlo, diablos. No quería!”. No pienso, no reacciono; empiezo a parpadear lento y de a pocos. Nadie lo nota, paso piola, voy a un costado y espero.
Por fin la cierran, en hombros mi abuelo se retira de la iglesia. Gente bicolor, de blanco y negro, va saliendo detrás de los cuatros muchachos contratados para cargar semejante tronco. Afuera nos esperan seis vehículos negros, los ví cuando llegué. El primero lleva las lágrimas, el segundo es la carroza que transporta al ‘suertudo’ -según el cura-, detrás van tres autos con familiares cercanos y al último, una custer con los demás asistentes que quisieran acompañarnos. Nuestro destino es el Campo Santo que está camino a la playa, mucho verde por doquier. El mejor, creímos.
En caravana llegamos juntos, el ambiente tiene una vibra vaticana. Cada cincuenta metros hay otro grupo de pingüinos de distintos lugares, diferentes clases sociales, diversas costumbres, pero todos sintiendo lo mismo. “¡Urra!” Tengo un sitio preferencial, toldeado y alfombrado. Es la primera vez en la vida que realmente me gustaría ceder el asiento a cualquier señora. Comienza la última ceremonia de protocolo, volteo y cuento que sólo somos veintitrés.
No cantando, ni tampoco hablando, el cura que nos asignaron tiene un estilo franciscano de pronunciar las oraciones. Las dos hijas de Blanca, flanqueándola, lo escuchan, la toman de la mano antes de que se desvanezca del todo con los minutos. Una desconocida indica en que momento debemos lanzar las rosas blancas que nos dieron, así como los tiempos de levantarnos y sentarnos. Me aburro de eso y quedo de pie.
Nadie quiere que llegue el momento de bajar a Segundo, se nota en sus rostros. Usualmente es allí cuando terminan de desplumarse, incluyéndome. Un ayudante enciende el pequeño motor, la máquina calienta y todos se miran, como pidiendo por un instante más. Empieza a descender lo que es la última pertenencia de mi abuelo, esa cajita que contiene a un integrante de ese grupo de grandes maestros que todos tenemos. Sostenida por cuatro fajas verdes, dos en cada lado largo, va descendiendo los cuatros metros hasta la urna de cemento que lo guardará por siempre.
Un diluvio salado inunda la escena, el nicho acordonado tiene la atención completa, es su momento estelar. Mientras tanto, escucho a Blanca con voz líquida preguntarle a una de sus hijas:
-¿Está dormidito, verdad?- buscando una respuesta de consuelo ella, ahora, tiene que aprender algo más a su edad, debe aprender a vivir feliz una vez más. En este punto tengo que bloquear mis emociones, es mi responsabilidad escribir. Pensar frío, eso es, apuntar los detalles de todo lo que sucede a mí alrededor. No es fácil hacer de juez y acusado al mismo tiempo, a eso le sumo los molestos mosquitos que tampoco me dejan caer por distracción. Una suspiro seguido de una lágrima que no dejo salir son todo lo que doy.
Una vez abajo, espero a que la tierra termine el trabajo, pero no hay ni un saco de esta. Minutos antes ya había visto que los nichos son una especie de camarotes fúnebres. Es decir, entran tres en un solo hueco, uno sobre otro y cuando se complete recién es rellenado. Puedo entenderlo gracias a la explicación del cuñado de mi mamá. Mi abuelo es el primero, por lo que sólo ponen una reja verde, la lápida y dos lágrimas sobre esta. Queda descubierto hasta que llegue el siguiente compañero de habitación.
Ya todo terminó, lo imaginé más doloroso, pero no fue así. Desfilan por Blanca los pocos asistentes, dando el ‘más sentido pésame’. Acordamos terminar el día juntos, los Flores que estamos presentes y otros más. Subo a “La aguallita” a su auto destinado, la miro y le doy un beso en la frente, no sé de cuánto sirva decirle que todos nos encargaremos de su futuro, aunque eso no tiene ya importancia para ella en este momento.
-Me quedé sola, sin mi viejito- dice, extrañamente serena. Es una de las pocas veces en que no sé que responder y no encuentro mejor forma que contestarle con un abrazo. Doy un último vistazo a la nueva casa del abuelo, subo al sedán y me marcho. Por la ventana, el verde se cubre de un anaranjadizo celaje, mientras me pongo el cinturón de seguridad sonriendo. “Ahora estás junto a tu hijo, cuídate y cuídanos también. Ya nos volveremos a ver en algún sueño. Hasta luego, Don Flores.”
UN ÚLTIMO PASEO
Tengo todo listo para viajar, ya hice lo mío aquí. Son las diez treinta de la noche, mi autobús sale en una hora, creo que puedo hacer una efímera visita. Decido fungir un paseo por los alrededores de la casa de mis viejos, quienes no pintan en este relato por no poder regresar a tiempo del extranjero. Paso por esa calle vagamente iluminada, entro, avanzo y llego a la puerta. Observo la placa azul con filos grises de la dirección: José Pinelo 315. Por un segundo se me ocurre tocar. “No seas tonto, que haces, nadie te abrirá”.
Inoportuno el maldito recuerdo del abuelo contándome por las tardes historias sobre sus gallos de pelea en Laredo, sus paseos de niño por los valles de Casa Grande, sus roces con el mundo de la pesca en Chimbote. Siempre tenía un lugar y tiempo distinto para cada relato, era un banco con más de 90 años de anécdotas. Ni Los Simpsons tienen tantos episodios. Jamás me aburría. Podía sentarme, no horas, pero sí mucho rato y sólo escucharlo, era una mezcla de diversión e interés. No encuentro la palabra, ya la busqué.
Ahora todo pasó, ya todo terminó. “Feliz debes estar, de hecho que sí”, y miro su única ventana. Adentro debe estar aquel pedazo literario que una de mis hermanas encontró junto a su cama. Nunca creí mucho en las casualidades de la vida, sino en los destinos forjados; sin embargo, esto me atonta. Sobre su mesa de noche, había un libro de J.J. Benítez abierto, leía Caballo de Troya. No recuerda la página exacta, quitó el par lentes de encima, descubriendo las líneas de un nuevo comienzo: “…Y allí estaba él, tranquilo, deseando descansar. Dejando todas las cosas listas, caballos en cabañas y esclavos en barracas. Se quedó mirando su pequeño imperio y durmió…”. Adiós.